Los Santos son los protagonistas de la Historia.

El Nombre que nos imponen cuando nos Bautizan, nos hace únicos, y es el que como hijos de Dios determina nuestra misión en la vida para proclamar la Buena Nueva.

¡QUÉ NADIE SE EQUIVOQUE! El amor a la Iglesia y al Romano Pontífice es un signo verdadero de amor a Cristo.

  Jesucristo, nuestro Puente de salvación, nos invita a vivir una vida compasiva, fraternal, alegre y orante. (S. Catalina de Siena).

Los santos han visto en el amor a la Iglesia y al Romano Pontífice un signo verdadero de amor a Cristo: «Quien sea desobediente al Cristo en la tierra, el cual está en lugar de Cristo en el cielo, no participará en el fruto de la sangre del Hijo de Dios» (S. Catalina de Siena, Epist. 207).

A la vez, Santa Catalina proclamó por todas partes la obediencia y amor al Romano Pontífice, de quien escribe:

«Hay algunos que hacen lo contrario. Razonan falsamente y dicen: “Son tantos sus defectos que no tenemos otra cosa que mal; por eso él no es digno de reverencia ni de que se le ayude. ¡Que fuera lo que debe ser y que atienda a las cosas espirituales y no a las temporales!”. Y así, como ingratos y desconocedores, no le reverencian, ni le obedecen, ni le ayudan... No vemos que nuestra razón es falsa, porque sea como sea, bueno o malo, no debemos retraernos de nuestro deber, porque la reverencia no se le hace a él por él mismo, sino a la Sangre de Cristo y a la autoridad y dignidad que Dios le ha dado para nosotros. Esta autoridad y dignidad no disminuyen por ningún defecto que tenga... Además, por su defecto no nos quita la necesidad que tenemos de él; debemos ser agradecidos y reconocidos, haciendo lo que se pueda hacer en beneficio de la Santa Iglesia y por amor de las llaves que Dios le ha dado»

Santa Catalina de Siena
Carta 311, 1, 420

«La llave de la Sangre de mi Hijo unigénito abrió la puerta de la vida eterna, que había permanecido cerrada largo tiempo por el pecado de Adán. Pero cuando os di mi Verdad, es decir, el Verbo de mi Unigénito Hijo, sufriendo pasión y muerte, en virtud de mi naturaleza divina unida a la humana, abrió la puerta de la vida eterna.
¿A quién dejó las llaves de esta Sangre? Al glorioso apóstol Pedro y a todos los que le sucedieron y le sucederán hasta el día del juicio, que tienen y tendrán la misma autoridad que tuvo Pedro. Ningún pecado en que puedan caer disminuye esta autoridad, ni quita nada a la perfección de la Sangre ni a ningún otro sacramento. Porque ya te dije que este Sol no se manchaba con ninguna inmundicia, ni pierde su luz por las tinieblas de pecado mortal que haya cometido el que lo administra o el que lo recibe, porque su culpa en nada puede dañar a los sacramentos de la santa Iglesia ni disminuir su poder. En ellos, sí, disminuye la gracia y aumenta la culpa en quien indignamente lo administra o lo recibe.
Así, pues, el “Cristo en la tierra” tiene las llaves de la Sangre para darte a entender cómo los seglares deben respetar a mis ministros, buenos o malos, y cómo me hiere toda falta de reverencia contra ellos. Te presenté el Cuerpo místico de la santa Iglesia en figura de bodega en la que estaba guardada la sangre de mi unigénito Hijo, por la que tienen valor todos los sacramentos y vida todas las virtudes. A la puerta de esta bodega estaba “Cristo en la tierra”, al que se le había confiado administrar la Sangre y al que toca poner ministros que le ayuden a dispensarla a todo el cuerpo universal de la religión cristiana. El que era aceptado y ungido por Él, este era elegido por ministro mío, y otro no. De él procede todo el orden clerical, y Él los pone a cada uno en su oficio para administrar esta gloriosa Sangre. Y como Él los ha puesto como coadjutores suyos, así le pertenece corregirlos de sus defectos, y así quiero que sea, pues por la excelencia y autoridad que yo le he dado, los he sacado de la servidumbre y de la sujeción a señores temporales. La ley civil nada tiene que ver con ellos para castigarlos; esto pertenece solo a Aquel al que he puesto para que los mande y gobierne con leyes divinas.
Estos son mis ungidos; por esto dije en la Escritura: No toquéis a mis Cristos. De modo que no puede venir a mayor ruina el que se atreve a castigarlos»

Santa Catalina de Siena
Diálogo, cap. CXV; MORTA, 401-402.
 

«Lo que le hacemos a él, se lo hacemos al Cristo del Cielo, sea reverencia, sea vituperio lo que hacemos» Santa Catalina de Siena, Carta 207, 1, 436.

«Yo os digo que Dios lo quiere, y así lo tiene mandado: que aunque los Pastores y el Cristo en la tierra fuesen demonios encarnados y no un padre bueno y benigno, nos conviene ser súbditos y obedientes a él, no por sí mismos (non per loro in quanto loro), sino por obediencia a Dios, como vicario de Cristo»

Santa Catalina de Siena
Carta 407, I, 436.
 
Santa Catalina de Siena fue, en palabras de San Pablo VI, “un fenómeno único… entre los más dulces, más originales y más grandes [santos] que la historia ha narrado”. 
 
La santa dominica de Siena tenía tres amores especiales: Dios, el prójimo necesitado y la Iglesia. Jesús la dice: el amor de Dios y el amor al prójimo son “los dos pies” con los que tienes que caminar, o “las dos alas” con las que tienes que volar.

 

 

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