Los Santos son los protagonistas de la Historia.

El Nombre que nos imponen cuando nos Bautizan, nos hace únicos, y es el que como hijos de Dios determina nuestra misión en la vida para proclamar la Buena Nueva.

¿SEGUIMOS A DIOS O A LOS ÍDOLOS?

    ESTE ES EL OBJETIVO QUE JESÚS NOS PIDE COMO DISCÍPULOS.

    En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: "Sígueme". Mateo se levantó y lo siguió. Y estando Jesús en la casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores que habían acudido se sentaron con él y sus discípulos. 

    Los fariseos, al ver esto, preguntaron a los discípulos: "¿Por qué vuestro maestro come con publicanos y pecadores?". Jesús, al oír esto, les dijo: "No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que significa: 'Misericordia quiero y no sacrificio'. Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores." (Mateo 9:9-13).

    Este pasaje del Evangelio nos muestra la actitud de Jesús hacia los pecadores y su llamado a seguirlo. Como discípulos de Cristo, somos seguidores de Dios y no de los ídolos que el mundo nos presenta y que nos ofrecen falsas seguridades. Sólo Cristo es la piedra angular y nuestra meta es: imitar a Cristo y llevar su mensaje de amor y misericordia a los demás.

    La razón por la cual somos de Cristo es porque a través de su sacrificio en la Cruz, Él nos redimió y nos mostró su perfecta obediencia hasta la muerte (Filipenses 2:8). Mediante el Bautismo, nos convertimos en hijos de Dios y miembros de la Iglesia en Cristo. Además, somos ungidos como sacerdotes, profetas y reyes. Estos carismas nos capacitan para ser discípulos de Cristo y de su Iglesia, tanto en su dimensión universal como en la dimensión doméstica. Por lo tanto, tenemos la capacidad de unir nuestros sacrificios y plegarias al sacrificio espiritual de Cristo en la Santa Misa, celebrada por un sacerdote ministerial que actúa en persona de Cristo. De esta manera, participamos en su obra redentora realizada en el Calvario (Catecismo, 2100).

Como imitadores de Cristo, debemos seguir su ejemplo de acercarnos a los pecadores y llevarles el mensaje de salvación. Como católicos, tenemos la capacidad de tocar los corazones de los demás y guiarlos hacia Cristo. Nuestra misión como enviados consiste en anunciar el tesoro de encontrar a Dios, que da sentido a nuestras vidas y nos capacita para ayudar a los demás, con la ayuda de la gracia que recibimos a través de la oración y los sacramentos.
Vivir con este propósito de entrega no nos hace infelices, al contrario, nos dignifica y da significado a nuestra vida. Si como discípulos no vivimos con esta finalidad, acabaremos frustrados, agobiados y con falta de plenitud.

Es importante recordar que no somos los protagonistas, no nos anunciamos a nosotros mismos, sino que proclamamos a Cristo crucificado. Reconocemos humildemente que somos imperfectos y que dependemos de la misericordia, la gracia y el poder de Dios. Somos simplemente instrumentos en manos de Dios, y es el Espíritu Santo quien trae el crecimiento en esta misión de ayudar a los demás con amor, amistad y sinceridad. No estamos solos, ya que Jesús nos asegura su asistencia (Mateo 10:19).

Como servidores, depositamos nuestra fe en ti, Señor, porque estamos en una misión divina que nos lleva a superar el egoísmo y el individualismo que a veces nos dominan y nos limitan. Nuestra actitud consiste en irradiar alegría y sonreír siempre, ya que aquellos que no perciben amor encuentran dificultades para creer y amar.

Recuerda: como seguidores de Cristo, nuestra misión es anunciarlo a los demás, ser instrumentos de su amor y llevar alegría a quienes nos rodean. Esto tendrá un impacto positivo, globalizador y santificador en el mundo.

Dídac Polo

 

 

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