Los Santos son los protagonistas de la Historia.

El Nombre que nos imponen cuando nos Bautizan, nos hace únicos, y es el que como hijos de Dios determina nuestra misión en la vida para proclamar la Buena Nueva.

viernes, 6 de octubre de 2023

SAN BRUNO

 6 de Octubre

Hoy es San Bruno, nacido en Colonia, Alemania el 1030, de la gloriosa estirpe de los Ubior.Recibió una elevada enseñanza en las mejores universidades y le llamaban "Bruno el sabio."  Se ordenó sacerdote. Fue canónigo, canciller de la diócesis de Reims, catedrático, y director de la prestigiosa Escuela Catedralicia. Entre sus alumnos destaca el que sería más tarde el Papa Urbano II.

Durante la misa exequial de un reputado profesor de la Universidad de París, el cadáver se incorporó y dijo: "He sido juzgado, he sido condenado." Ante tal acontecimiento, San Bruno decidió dejarlo todo y retirarse a la soledad para llevar una vida de oración y penitencia. Hizo un primer intento en la Orden del Císter, pero se sintió llamado a fundar una orden mitad cenobita mitad eremita.
Otro antiguo alumno de San Bruno, San Hugo, siendo obispo de Grenoble, tuvo una visión por la que en el terreno de La Cartuja vio descender del Cielo siete estrellas y unos ángeles que llevaban un templo en las manos. Poco después se presentó ante él, San Bruno con seis compañeros, solicitando permiso para establecerse en aquel terreno, por lo que San Hugo entendió que aquello venía de la divina providencia, de modo que facilitó el establecimiento de la fundación, que comenzó el día de la Natividad de San Juan Bautista (el 24 de junio) de 1084 y tomaría el nombre de aquel territorio, y por eso se llamó Orden de la Cartuja  en la que San Bruno estableció una regla muy rigurosa de grandes penitencias (silencio perpetuo,  abstinencia permanente de carne, ayunos, flagelaciones, cilicios, etc.) En esa Orden (que todavía existe) se combina la soledad de la celda con algunos rezos en comunidad.
Con frecuencia San Bruno exclamaba "¡Oh bondad de Dios!"
El Papa Urbano II le pidió que abandonara temporalmente su soledad para  ayudarle en la prosecución de la reforma gregoriana y también  le ofreció el arzobispado de Reggio Calabria, aunque San Bruno no aceptó ser obispo.
Vuelto de nuevo a su vida monástica, fundó un segundo monasterio en Calabria.
Escribió varios textos como unos Comentarios a los Salmos y unos Comentarios a las Cartas de San Pablo. Se conservan también dos cartas suyas, así como la profesión de fe que redactó poco antes de su muerte, que acaeció el 6 de octubre de 1101.

Así fue como sucedió la conversión de San Bruno.

"Por el justo juicio de Dios he sido condenado"

Palabras del cadáver que milagrosamente se incorporó, lo que indujo a San Bruno a su cambio de vida.

La Universidad de París lloraba la muerte de uno de sus más insignes profesores, Raymond Diocres, en el Año de Nuestro Señor de 1082. Si la Sorbona era ya una potencia en la Cristiandad, llamada a mediar en incontables disputas entre el Papado y los reyes y escuchada siempre con reverencia, Diocres era entonces su luminaria más admirada, consultado por estudiosos, príncipes y prelados, y dejando a su muerte fama no solo de sabiduría y erudición, sino de práctica de las virtudes en su máximo grado. Se decía entonces en París que, si un hombre había vivido una larga vida sin cometer un solo pecado mortal, ese era el maestro Raymond Diocres.

Naturalmente, si en vida había sido universalmente celebrado, su muerte conmocionó a la Cristiandad culta y sus exequias convocaron en la luego llamada ‘Capilla Negra’ junto a Notre Dame a lo más granado de la sociedad parisina junto a buena parte de sus alumnos. Y entre estos alumnos estaba el futuro San Bruno, con cuatro de sus hermanos de religión.

Como era costumbre, el cuerpo se depositó en el centro sobre una tarima, cubierto solo por una sábana blanca, alrededor de la cual se apiñaban los deudos. Empieza el Oficio de Difuntos y, conforme al ritual, el sacerdote oficiante se dirige al difunto con esta pregunta: “Respóndeme: ¿Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades?”. La invocación es, por supuesto, retórica, y no se espera que el muerto responda. Pero eso es exactamente lo que sucedió. Clara y audible para todos los presentes salió de debajo del velo la voz de Diocres: “Iusto Dei iudicio accusatus sum”, “por el justo juicio de Dios he sido acusado”. Pasado el primer susto, corren los más cercanos a levantar el velo y examinar al muerto, pensando en una muerte aparente. Pero no: el cadáver seguía frío y sin latido.

La conmoción entre los presentes es fácilmente imaginable, y el revuelo obligó a suspender por aquel día la ceremonia, mientras los prelados estudiaban qué camino seguir. ¿Qué significaba aquel prodigio? ¿Podría seguirse adelante con unas exequias, visto que el propio difunto parecía sugerir que estaba en el infierno? Los más doctos, sin embargo, no veían problema en seguir adelante. Todos, argumentaban, seremos algún día acusados de nuestras faltas, de las que ningún mortal carece, en el Juicio Personal tras la muerte. Había que seguir.

Así que se reanudó el oficio con el muerto de cuerpo presente. Pero la noticia del prodigio había corrido como la pólvora por la ciudad, y ahora era una multitud la que se agolpaba en la capilla para asistir a las exequias interrumpidas.

Con voz temblorosa, el oficiante repite la pregunta fatídica: “¿Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades?”. Esta vez, el muerto se yergue y pronuncia con voz clara y fuerte: “Iusto Dei iudicio iudicatus sum”, “por el justo juicio de Dios he sido juzgado”, y vuelve a su postura yacente.

Varios médicos, alertados, acuden rápidamente a examinar el cuerpo mientras el revuelo crece más aún que antes. Certifican que Diocres está definitivamente muerto, y los prelados vuelven a conferenciar. Pero la conclusión es la misma: Todos habremos de ser juzgados en el último día. Hay que continuar con el rito.

Esta vez la ciudad entera está pendiente del rito. Con apenas un hilo de voz, vuelve a preguntar el sacerdote: “¿Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades?”. Por última vez, el gran doctor Diocres se incorpora y con voz estremecedora exclama: “Iusto Dei iudicio condamnatus sum!”, “por el justo juicio de Dios he sido condenado”, y cae ya definitivamente inmóvil.

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Por orden del Obispo y del Capítulo, previa sesión, se despojó al cadáver de las insignias de sus dignidades, y fue arrojado al muladar de Montfaucon. La experiencia convenció a Bruno, que frisaba entonces los 45 años, para abandonar el mundo definitivamente y marchar con sus compañeros a buscar en la soledad de la Gran Cartuja, cerca de Grenoble.



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